viernes, 5 de septiembre de 2008

Esa mirada, si no te mata, te fortalece.

Todos los que atravesamos instituciones, lugares de trabajo, de recreación, de producción sabemos que con las reglas no alcanza para regular las relaciones entre nosotros.
Cada uno tendrá ejemplos para pensar este hecho tan común donde las pasiones le ganan a las razones, a los acuerdos, a lo que sería coherente y sensato.
En el vivir cotidiano de las instituciones nos encontramos con sus diferentes matices, para no hablar de las relaciones informales, entre amigos, parientes, y hasta parejas... La envidia, los celos, el odio piden cancha y aparecen en el medio de la escena, irrumpiendo con toda obscenidad.
¿Alguno de ustedes no sintió que le estaban serruchando el piso alguna vez, sólo por la envidia de ese lugar que ocupaban? ¿O que la intriga estaba haciendo de su trabajo un imposible? ¿O que el rumor que los rodeaba estaba causado en los celos y el odio que producía su quehacer? O invirtamos la cuestión ¿no sintieron envidia del otro? Y celos? No observaron el derrumbe de una relación amistosa o amorosa cuando los celos tomaron el lugar central en ese lazo?

Esos lugares por los que pasamos, en los que trabajamos, donde pasamos nuestro tiempo, donde soñamos algunos deseos, trabajamos por algunos, rechazamos otros. También allí se despiertan las pasiones, sublimadas o no...
La envidia como sentimiento de ira que siente un sujeto cuando teme que otro posea algo deseable y goce de ello; y ese impulso envidioso que tiende a adueñarse de ese objeto o a deteriorarlo: es una escena conocida por todos.
Cuando la norma o la legalidad no alcanzan, las pasiones malditas toman el lugar central. Maldición, que viene de mal-dicción, en tanto decir mal al otro, mal decirlo (hablar mal, hablarle mal). Maldición que rebaja el lenguaje con el que estamos hechos y le y destruye al otro, por el solo hecho de que el este talla alguna diferencia[1].

“La Envidia... No conoce la risa, salvo la que despierta la vista del dolor, ni tampoco goza del sueño, siempre desvelada por su vigilante ansiedad, sino que ve con desagrado los éxitos de la gente y al verlos se aflige, y se corroe por dentro y corroe a los demás, y ese es su tormento...”
Ovidio, Metamorfosis.

La envidia es un sentimiento humano casi automático, sentimiento de un narcisismo que se siente desgajado, ajado, herido... que insiste permanentemente en la reivindicación de un lugar reparatorio. Podemos pensarlo como uno de los primeros movimientos subjetivantes, así como lo postuló Melanie Klein. Es aquella manifestación sintomática despertada por algún otro bastante cercano, de que a aquel que lo perturba, lo han dejado afuera, le han quitado un lugar que cree le pertenecía. O que su prójimo tiene un objeto que le da felicidad, ‘injustamente’ ubicado del otro lado del espejo.
El envidioso no se alegra por el bien ajeno, no soporta ningún movimiento diferenciante del semejante, goza de cualquier avatar de la vida que haga sufrir al prójimo, tan próximo a él que se confunde.

“La envidia –invidia- es un ver que hace daño, cargado de amargura.”[2]
Quiere decir, etimológicamente, mirar mal, o mirar con malos ojos. He allí la simpatía entre la envidia y el mal de ojo... superstición en el que todos creemos.
Desde las más remotas culturas se realizó un tratamiento sobre esto: desde el búho y la cabeza de medusa en los griegos, pasando por el gran falo escultórico en las puertas de las casas romanas, a la cura del ojeo de las abuelas y las cintitas rojas....
La envidia es la amargura por no tener lo que ese otro tan cercano, tiene, aquel otro con el que el envidioso se identifica: es objeto de odio, y también de amor, ya que quiere estar en su lugar, exactamente en ese lugar, y no en otro ‘similar’. Sustituirlo implica tener que destruirlo, deglutirlo, incorporarlo. Es el terreno de la diferencia el que intenta reducir al resultarle insoportable. No hay ‘soporte’ con el que pueda atajar la pregunta que el otro le propone con su hacer.

¿Qué hacer frente a esta pasión de la ignorancia de que la envidia es vectora? Ignorancia que es del propio deseo.
Fíjense esta frase de un autor: La mirada, cuando no mata, es la sede misma del deseo. (Pascale Hassoun-Lestienne)

Porque podemos decir: la envidia, esa de la que cualquier sujeto sufre, al que todo sujeto retorna, hace a la no accesibilidad del deseo, a que sus resortes queden oxidados. Salva al sujeto de que se ponga a fabricar esos objetos que tanto ‘ojea’ en el otro.
La envidia es un intento de retorno a lo inanimado, ese universo donde nada se mueve, nada fluye, circula, se transforma. Es el universo de la negación de la alteridad, donde ningún objeto debe ser perdido para poder desear. Figura de la infinitud donde nada vale la pena hacer para honrar la vida, donde solo la frustración de un objeto no poseído es lo que encausa a una pulsión de muerte, cruel por desanudada.

Entonces, frente a que todos padecemos, hemos padecido, padeceremos envidia, y que las instituciones son el lugar privilegiado para que circule locamente, ¿qué debemos hacer?
Nos debemos una reflexión ética sobre el asunto. Al menos empezar preguntando, esa molesta herramienta que detentamos los psicólogos. Esa molesta herramienta sostenida por el único deseo de hacer diferencia. Esa molesta herramienta que hace a la posibilidad del irreverente, molesto y rechazado deseo.

Se trata de la valentía de poder proponer a este recurso imaginario automático otro modo de responder ahí donde se pone a prueba lo simbólico, renovando la confianza en él.

Es decir, la envidia es importante en tanto nos permite preguntarnos qué queremos a cada uno de nosotros.

La envidia puede ser un primer paso hacia la vida. Pero ¿cuándo? Cuando renovamos en un pacto ético la confianza en la palabra pacificadora, el encuentro, la posibilidad de la construcción colectiva, y no de la destrucción celosa. Cuando generamos dispositivos de enunciación donde alguna metáfora que nos sostenga los sueños sea posible, y la palabra brille por la ausencia que la soporta.
Porque las instituciones y las relaciones se vuelven pobres si sólo las usamos para gozar de nuestras miserias. Pueden mucho más que eso, podemos en un compromiso ético de renovación parlante, hacer a la posibilidad de que una estética de la metáfora nos de las ‘formas’, para contenernos allí de otra manera.

[1] Los mitos nos muestran claramente la relación de la envidia con la avaricia, de la envidia con la calumnia, de la envidia con el veneno de la palabra mal pronunciada.
[2] Pascale Hassoun Lestienne, y otros, La envidia y el deseo, Idea Books, Barcelona, 2000, p. 10.

1 comentario:

Vinué dijo...

Eso... La envidia, que sea sana, por favor. La que no lo es, no es que no sea comprensible, pero a poco bueno conduce.