jueves, 23 de octubre de 2008

¿Es el vestido el lugar de un síntoma congelado?


¿Cómo es que no nos hemos ocupado de aquello que está más cerca de nuestra piel? Que si tambalea su estilo nos cambia el carácter, si falta también. Será posible que seamos tan necios y metafísicos, y no creamos que ese cuerpo extraño que nos regula los órganos es lo que amplia nuestro ser, nuestra capacidad de movimiento. Su uso inventa gestos de lo más lejanos y al mismo tiempo de lo más verdaderos y cercanos a nuestro poroso ser.
Me refiero a la vestimenta y sus alrededores.
El sentimiento de estar bien vestido proporciona una paz que ni la religión misma puede otorgar, dijo Spencer (que tiene nombre de abrigo corto)... Un vestido bien puesto aúna alma y exterioridad. Hace al estado de ánimo, dicen. Yo insistiría, da consistencia mediante la fibra a estados confusos de existencia.
Así es, aquí tenemos, el tema superficial que modula lo profundo del ser, ese que se derrite con un buen par de zapatos que nos guiña desde la vidriera, tan apetecible, tan único, tan para UNA. Es decir, es promesa de unidad, de lisura, de humanidad.
Las modas pasan, las temporadas salen a rebajas. Pero, ¿qué es lo que tienen en común esas “normas que demandan alta conformidad mientras existen por poco tiempo”? A cada una de nosotras buscando el tesoro textil que nos componga, que nos exprese, que nos represente aquel huérfano asterisco del alma que no encuentra su lenguaje.

martes, 30 de septiembre de 2008

No todo es lo que ‘perece’ (Acerca del fin del mundial '06)


Nada es más difícil de soportar
que una serie de días hermosos
Goethe.


“Para mí el mundial ya se terminó”, fue la frase pronunciada tristemente que más escuché desde ese fatídico viernes, en su mayoría sostenida por unos ojos llorosos.

Freud hablaba de un caso particular que encontraba en su consultorio: los llamaba ‘los que fracasan al triunfar’. Podríamos decir que en el ser argentino, si es que eso puede llegar a alguna consistencia, estaría atravesado por ‘los que triunfan al fracasar’. Hay un regocijo escondido por entre las rendijas de aquellos que dicen ‘sí, perdimos, siempre perdemos, tenemos el mejor equipo del mundo, y nos sucede la fatal injusticia… teniendo el pibe de los 150..’ Y lo dejamos mirando el piso en un autismo televisado.

Cómo retornar entonces, sin la copa esa de la que hubiésemos tomado todos triunfantes.
Para algunos, tengo que confesar que no es mi caso, el acontecimiento futbolístico del viernes, tiñó de gris su precaria realidad, como toda ‘realidad’.

¿Qué cosas hacer para continuar cuando toda la devoción, la energía, la líbido estaban orientadas hacia un acto que ya no es posible? Al menos hasta dentro de cuatro años…
¿Por donde hacer el pase mágico que nos transporte a otra cosa?
¿Hacia adónde patear la pelota?
¿Cómo duelar un deseo coartado en su fin?

El duelo interviene también en estos casos. Es un trabajo que hacemos no sólo cuando fallece un ser querido, sino cuando fallecen las ilusiones, perecen los objetos, cuando desfallece lo anhelado.
Y nos quedamos, como dice un amigo desfallecido, con ‘las virutas del paraíso’.
Aquí cada uno tendrá que inventar su arte para desvestir lo tan acunado y vestir lo inesperado. Es un acto privado entre otros. Bioy Casares dice ‘las costumbres de los otros parecen una desolación, pero ayudan a la gente a llevar su vidita’.
Desolación de muchos consuelo de tontos…

Freud tiene un textito – y el diminutivo es por lo corto, no por lo poco brillante- Se titula Lo Perecedero, dice que “paseaba por la florida campiña estival en compañía de un amigo taciturno y de un joven pero ya célebre (advierte) poeta que admiraba la belleza circundante, más sin poderse solazarse con ella, pues le preocupaba la idea de que todo ese esplendor estaba condenado a perecer, de que ya en el invierno venidero habría desaparecido”

¿Qué nos dice el escrito peripatético? Algo que algunos sentirán como una contradicción, en estos tiempos de edades congeladas, y tratamientos anti-age: “El carácter perecedero de lo bello no involucra su desvalorización… la cualidad de perecedero comporta su valor de rareza en el tiempo… las limitadas posibilidades de gozarlo lo tornan tanto más precioso”

Cada uno recordará sus ejemplos… no tengo que esforzarme en esto último.

El valor de la rareza en el tiempo hace a la posibilidad del renacimiento. Cuando el tiempo se torna raro… Cuando no nos sentimos dichosos, y nos afligimos por no querer abandonar la idea de haber sido campeones, en otro lugar fantástico donde somos todos más unidos, más lindos, más altos y pintones. Como decían en mi pueblo: “Rubio, alto y de ojos azules”.
Es una reacción para evitar el dolor que eso nos ocasiona. El dolor es algo que siempre quiere evitarse. Nos olvidamos que la dicha, esa felicidad por episodios que nos regala la vida, se da por contraste. Y aunque usted no lo crea, no depende de las cosas que nos sucedan, de lo que se espere del mundo, sino de la fuerza con que cada uno crea contar para modificarlo según sus deseos, y de cómo nos independicemos de él. “No podemos alcanzar todo lo que anhelamos…”
Nos quedamos con las virutas de ese tallado feliz… “Sobre este punto -dice el maestro- no hay consejo válido para todos, cada quien tiene que ensayar por sí mismo”.

Dicen que hay que pasar el invierno.
Y en eso los que triunfan al fracasar son las estrellas. Quiere decir que pudieron ponerse en este trabajo de duelo que significa recuperar las ganas de vivir, porque lo único que no perece es el DESEO. El deseo, señores, es indestructible.
Es en un fondo vital desde donde podemos trabajar para desvestir ilusiones y vestir otras. Es nuestro destino de modistos deseantes. Como el otoño desnuda los árboles, para congraciarlos un tiempo después, y como el invierno, donde todo perece, que sólo nos resta pasarlo… menos mal que en primavera la vida se abre paso, y todo, todo lo que perece… florece.

miércoles, 10 de septiembre de 2008

El príncipe taurino (respecto al inolvidable cabezazo de Zidane)

El domingo a la noche dije, ‘voy a escribir sobre el cabezazo de Zidane’. Ese acto que dejó desconcertados a todos los que miraban la final. Todos se preguntaban ¿qué hizo este muchacho? Alguien me contestó ‘el mundial ya pasó, ya escribiste del mundial’.
Evidentemente estamos todos atravesados por el tiempo televisivo. Hay una inmediatez, una compulsión a sintetizar los actos mediante un significado precipitado, que termina siendo una idea apresurada de lo acontecido. Que lo único que hace es alejarnos de poder apropiarnos de lo sucedido e inscribir eso en una historia propia del espectador.
La televisión es el tiempo de la urgencia, es lo opuesto a la historia ya que representa la coyuntura de manera vertiginosa.
La televisión juega con la idea de pensar en la imagen desde su potencia pregnancial. La posibilidad del movimiento de la imagen garantizaría la comunión entre significación y comunicación. Lo que queda olvidado es que la imagen no es sin el anclaje de la palabra.

Se me ocurrió que podría ser un caso particular de los que triunfan al fracasar.
La primera salida es: “¿Pero qué hizo este muchacho? ¿Va a cerrar su carrera así?, un señor como ha sido siempre…”. Nos había tocado el narcisismo.
Es la salida del ideal. Los que hinchábamos por Francia, por razones obvias, sabíamos que era su último mundial, queríamos verlo levantar la copa del mundo, un príncipe…y que el ideal se cumpliera… un acto logrado. “Háganlo por todos los que no llegamos..” dice la publicidad.

El genio maligno irrumpe. Y el príncipe se saca. Y no precisamente la camiseta.
Reconstruyendo el acto mil veces repetido estos días:
“Materassi le tironea la camiseta, Zidane se da vuelta y le dice: después del partido te la regalo, si querés. A lo que el primate le contesta: Argelino, terrorista.”
En el mundial del fair play la consigna ‘say no to the racism’.
Y el mundial del brillo, de la perfección y de la mercadotecnia se diluye en un soberbio topetazo taurino, que parece que aprendió en su paso por España, en el equipo del Rey.

¿Se diluye un ideal? ¿O aparece un sujeto? Podríamos pensar el cabezazo como el último coletazo de la subjetividad que le queda a una máquina futbolística.
Lo interpreto como la resistencia al retiro. Se hace echar para no irse. Baja las escaleras al vestuario, refregándose los ojos, de llanto? de sudor? Quien sabe qué está pensando en la penumbra del vestuario que recibe el sonido aletargado de la escena.
Ese topetazo es el gesto más humano, más íntimo, más propio que Zidane nos pudo donar en esa triste tarde. Arremetió él solito. No con la impotencia de un partido inconcluso, sino contra la estupidez primitiva de un dicho que le mojó la oreja.

En el punto donde le tocan al padre, porque llaman a su filiación, allí no hay partido. Allí la experiencia anterior no juega.

John Dewey decía que la experiencia es la “íntima conexión entre el obrar y el padecer”[1].
Oscar Wilde decía que la experiencia es el nombre que le damos a todos nuestros errores y fracasos para justificarnos. El hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra, pronuncia el dicho popular. Algo incluso más mundano, de Ringo Bonavena: la experiencia es el peine que te da la vida cuando ya te quedaste calvo.
Y Zidane quedó calvo.
Y Zidane no se retira, vuelve. Puede dejar el fútbol, pero no se retira de él.


La experiencia son esos acontecimientos que se leen como actos negativos, como hechos paradójicos, como sucesos sin una significación precisa, está hecha de eso. Es eso que retorna, que vuelve en otro momento. Eso es lo que hace a una persona reconocerse como experimentada. Es esa capacidad que tiene el humano de poder conectar un episodio actual a una idea preestablecida, aún cuando la idea ayude poco a resolver la coyuntura en la que se encuentra.

Los hermanos Magistrelli, que nombré en otra oportunidad, Carlos, Pocho y Chacha, se han dedicado a la actuación y la dirección teatral. Cuenta uno de ellos el haber sido elegido hace poco tiempo para ser el personaje principal del film de un director argentino. Cuenta allí donde la experiencia queda agujereada por lo que no pudo ser. Ya que decidió rechazar la insistente invitación frente a que su esposa estaba enferma. La película se filmó sin él. Y me dice mirándome a los ojos “Ya ví como seis veces la película”…
Bueno, quizás luego de la experiencia inconclusa, ahora sí sea su tiempo. Porque el tiempo del retiro es difícilmente ubicable.

Este acontecimiento (¿final?), que los italianos significarían como ‘ha abutto una caduta di stillo’, se le cayó el estilo, algunos lo leerán sólo como ‘un violento’, lo puede hacer justamente alguien experimentado. Decían ayer en la radio “no lo hagan en sus casas, chicos, para esto hay que estar entrenado”.
El pueblo francés lo sancionó así, y lo recibió con todo el reconocimiento y el amor.
¿El mundial pasó? No precisamente. Es por las preguntas que nos produce este hecho y por algunos otros que podemos seguir hablando de él, mientras esperamos el próximo.

Que la experiencia no nos sirva de mucho para lo que viene es justamente lo que la impulsa. Habrá más mundiales, habrá más películas en las que podamos participar. O nos haremos la película que nuestra propia y siempre tuerta experiencia, pueda evocar.




[1] Dewey, John, La reconstrucción de la filosofía, Hyspamérica, Buenos Aires, 1986 (edición original de 1936)

sábado, 6 de septiembre de 2008

Ese trapito que hace llorar (tribulaciones sobre la moda "mundial")

Dedicado a un amigo que dijo al pasar: "sin los bigotes me siento desnudo"

Ustedes saben que existió un matemático llamado Whitehead, que dijo “Pensamos en generalidades, pero vivimos de detalles”. Muy sabia y muy real la frase.
En los detalles nos vamos a detener, porque interesa ubicar al vestido como un signo fundamental dentro de esa escena futbolísitca.
Cuando digo vestido digo vestimenta, digo más precisamente ‘vestidura’, que es aquello que vestimos para que nos represente.
En la tibia presentación del mundial la pantalla proyectaba muchachos solteros cómicamente vestidos de tiroleses, cuyos trajes confeccionaron sus mujeres, hijas, madres, hermanas, decían los presentadores. También un grupo de hombres con látigos, que recordaban la defensa que emprendían antiguamente contra los lobos y los osos que los atacaban, defensa que no dejaba de traer un tinte sexual al asunto. Y vestidos coníferos, que escondían quien sabe qué debajo de ellos.

En la cancha misma, en general es la mirada femenina quien observa el detalle estético.
Un amigo me decía, después del partido de Argentina, “cuando lo ví a Maradona con la camiseta, me largué a llorar” Un trapito que hace llorar. La superficialidad de la tela puede representar esa profundidad de la historia.
¿Y qué vemos? Vemos que destacan en las camisetas, las charreteras. En el hombro, hay un pliegue, un retazo que cubre el músculo deltoides, también llamado músculo charretera. No sé si habrán detenido la mirada allí, pero las camisetas de Suecia e Inglaterra tienen una crucecita en el hombro. Es la cruz que representa su historia de conquista y de batallas. Bueno, Borges decía que los ingleses son suecos disfrazados, no?
La camiseta secundaria de Alemania es gris, y tiene un retazo color negro en el hombro. Cuando los muchachos entran a la cancha parecen un batallón, con las vestiduras portadas por la corpulencia propia de la raza.
Estas son insignias que inevitablemente remedan lo militar. El campo de juego es un campo de batalla. En el lenguaje encontramos esta equivalencia:
“Hacelo de goma, matalo”
“Dale con todo”

Toda la agresividad de la multitud abonando una metáfora bélica. La guerra, se sabe, es lo que da cuenta de lo que no se tramita, sea mediante el juego de un deporte, sea mediante el arte, entre los seres humanos.
Podríamos pensar entonces al FUTBOL COMO LA REPRESENTACION MODERNA DEL COMBATE.
Aunque guerras sigue habiendo, el fútbol sería el enfrentamiento logrado, pautado, sin muertes. O al menos lo sostiene esa intención.
Y el vestido, la vestidura, es el eco de ese antepasado épico. Un trapito que dice que lo superficial es lo profundo, porque el vestido es la representación más cercana del afecto en el cuerpo. Freud hablaba de “Investidura”, de investir, que es más que vestir, un cuerpo de libido.
La camiseta garantiza sentido para el que lo inviste: de pertenencia… de identidad.
Vestido que indica una batalla. He allí esta frase popular que dice “Vestida para matar”
¿De quién se dice que está vestida para matar? De la mujer que puede delinear ese borde donde lo interno de la piel es impulsado hacia lo externo y tiende a mostrarse… parcialmente: en el cuello, en las muñecas, sobre el escote, en el bajo de las faldas… Pues lo que tiene valor estética o eróticamente es esa mezcla suspendida de apariencia y oculto, así se encuentra preservada la ambivalencia fundamental del vestido, encargado de revelar la desnudez al mismo tiempo que la esconde.

Aunque nadie vaya a “Rasgarse las vestiduras” por el fútbol, estamos todos allí observando la escena y también ellos están vestidos para matar… al contrincante. “Mátenlos a estos bagartos”

La camiseta despierta el espíritu identitario, de una identidad en la que todos convenimos en pertenecer, donde el otro aparece como colega, como mostrando algo que ha sido apropiado concientemente. Ese rasgo que nos sostiene… Allí todos podemos cubrirnos con la misma bandera y corear al unísono. Por un juego, como otros lo hacen por una guerra.
Los lechos y las batallas comparten sus rincones, ustedes saben que las mujeres de la Grecia antigua que morían dando a luz y los hombres que morían en batalla, tenían un lugar sepulcral privilegiado. Los griegos también eran aquellos que contaban los años de acuerdo a las olimpiadas: decían es el año 2 de la olimpiada 3.
Vestidos para matar.
Tanto el juego deportivo, el pavoneo sexual y la escena militar: implican el mismo lenguaje. O en todo caso: el fútbol tiene su erótica y su épica.

La camiseta es esa piel que dice de lo desnudos que estamos y su intento por recubrir desde lo colectivo la soledad existencial en la que nos encontramos. Dice de todo lo que tenemos que vestirnos con banderas, gorritos y ropa interior blanca y celeste, alusiva al campeonato, para poder velar nuestra propia desnudez del ser, esa que no se recubre con nada, y llorar por un trapito de vez en cuando.

Sobre el mundial 06: Dame un talismán

Dedicado a mis amigos del club,
que sostienen que lo importante es jugar.


Una melodía compuesta por relatores gobierna el éter estos días. Una maraña de dichos, de comentarios, de alusiones al tiempo mundialista… Nadie puede escapar a menos que se convierta en un ser ermitaño. Somos presos alegres, capturados con nuestro consentimiento por goles livianos que nos tensionan. Escucho, en forma dócil y desatenta ese murmullo. Y siempre me detengo en lo mismo. El ruido que me hace el cruce entre el fútbol y el recurso tecnológico.

‘El espectáculo del fútbol’, dicen. Yo prefiero quedarme en lo que significa como juego, pero allí está, se impone la luz, la cámara, la acción, todo filtrado por esas cámaras omnipresentes, que en todo caso, son las que nos permiten ver ‘en vivo y en directo’. Aunque el vivo y el directo no deja de ser una ficción, hecha de complejas tramas.
El sábado, preparábamos el mate esperando el partido, y ya dos horas antes los periodistas entonaban exultantes como si en el segundo siguiente fuesen a cantar el gol. Uno de ellos dice: “Es un gran día para los medios de comunicación”. ¿Y eso? ¿Qué quiere decir? ¿Será que esta frase igualará al famoso ‘Este es un día peronista’? ¿No será un gran día para la gente, para el mundo, para los argentinos? Pero para los medios de comunicación… Un tanto retorcido y pretencioso, pero es un pensamiento que declara la gran intervención a la que estamos entregados.

Dos cuestiones respecto de la tecnología que hacen que me interrogue:
1- Hay un cartel por sobre las canchas de básquet, en el club donde voy todas las siestas, que dice: “Si no va a acatar las decisiones del árbitro, por favor, no entre aquí”.
Desde mi ignorancia, veo cómo todos los domingos, diversos periodistas deportivos, mancillan las decisiones de un árbitro desde el famoso Telebeen, que no deja de hacerme asociar con Teletubbie, desplazando inmediatamente los atributos atontados de esos muñecos balbuceantes a esa maravilla de la ciencia que permite medir milimétricamente si una sanción de una persona fue la correcta.
Lo que leo allí es que amparados en el anclaje tecnológico, la función del réferi se diluye. Porque en un tiempo posterior a una sanción que sabemos es irrefutable, el ojo preciso de la máquina, conspira contra la decisión del hombre.
La paradoja es: a favor de un principio de objetividad, de exactitud, de precisión, se desestima la práctica humana.
La desestimación del lugar de autoridad y sanción del réferi, es un caso particular de la desestimación general de cualquier autoridad. Lo vemos en las instituciones en las que transitamos. El lugar de eso que llamamos en el ramo la ‘función del padre’ como agente de un acto lescivo, intrusivo, traumático que tiene como consecuencia la libertad. El cartel que leo en mi club dice de esta conflictiva muy de la época en la que estamos metidos. Tuvieron que poner un cartel para avisar que el réferi está allí para distribuir sanciones sin la posibilidad de ser revocadas.
No digo autoritarismo, ni violencia, digo autoridad. El autoritarismo produce el efecto contrario a la libertad y a la posibilidad de un acto creativo. La crítica a la autoridad es una marca epocal, jamás diría que es perjudicial ni fuera de lugar. Lo que habría que preguntarse es si la intención de los periodistas es contribuir con la discusión, al establecimiento de una función más articulada a la época.
Sin embargo, la figura del árbitro, que representa sesgadamente la función paterna es la autoridad que debe ser respetada, no por capricho ni por obediencia ciega, sino como condición habilitante del juego.
Elizondo es el árbitro más respetado del mundial, porque sigue el juego, porque es correcto. Como lo fue Castrilli, en su momento, que curiosamente en su nombre lleva la marca de su función. Su rigurosidad, vapuleada, era la que permitía el juego, ¿o no se trata de eso? ¿De jugar? No de pegar ni de hacerse zancadillas… Algunos dicen que era el más respetado de los árbitros, por los jugadores, porque donde él dirigía no había lesionados.

2- La segunda cuestión es ese acto que selló Maradona en el ’94, cuando luego de la jugada se miró en la pantalla. Allí el ídolo se redobla mirando al ídolo en un ejercicio de espejismo propuesto por la mega pantalla. Se mira sabiéndose mirado. Perdiéndose como Narciso en el ojo de agua de su belleza aclamada por la hinchada. Imagen de ‘El Diego’ ajada unos segundos después cuando una enfermera tosca se lo lleva del brazo, para cortarle las piernas.
El ojo del sistema es la pantalla. ¿qué ves cuando me ves? corean los divididos. Es un ojo donde quedamos pasivizados, donde miramos en lugar de jugar. Un ojo tan terrible que ni el protagonista hiperprofesionalizado puede salirse del lugar de espectador.

Estamos divididos por esa creencia que nos deja ciegos. Creemos que nosotros miramos, pero ella, la pantalla, es la que nos mira. Mira a los jugadores, mira a los televidentes (algunos son teletubbies).
Creemos que conocemos el mundo por las imágenes que nos cuentan por la pantalla, pero son las imágenes las que condicionan nuestro ser.
Otro gesto de Maradona de acercarse a la cámara y gritar el gol rompe esa dialéctica. Reconoce que está siendo mirado, mira a la cámara. Pero todos supimos la significación de esa mirada: lo mira a Blatter, en el ojo de la cámara.

"El vértigo de la imagen no admite detención. Tiempos del flash, obnubilación sin consecuencias. El parpadeo como alas de acolibrí, se anula a si mismo. Y el ojo se hace omnividente. Para producir un goce, que no deja de responder a una estética: la del consumo" (Luis Camargo)

Vivimos todos ojeados, es esta idea de Merleau Ponty que dice que no somos nosotros los que miramos el mundo, sino que somos mirados por él. Ya no alcanza con la frase de Virginia Wolf que asiente: “¿Qué teme uno? El ojo humano”. Habrá que seguir aquello que dice Bioy Casares: “No perciben un paralelismo entre el destino de los hombres y el de las imágenes?”, y estar advertidos de lo que significa regocijarnos en las aguas de nuestra imagen sin manchas: el ahogo de quedar fuera del juego. Ahí no hay réferi que nos quiera dirigir… Vivimos todos ojeados, temerosos unos de los otros, yo me pregunto, ¿cuál será el talismán que enceguezca la omnividencia, y nos cure del ojeo? Bueno, dicen que el amor es ciego, ¿no? El apasionado amor por ese juego de la pelota, ese que nos hace cerrar los ojos llorosos para gritar un gol, es una de sus grandiosas versiones.

viernes, 5 de septiembre de 2008

Tinta Roja

La tribulación de hoy se basa en dos cuestiones:
¿Cómo es que nuestra escena de almuerzo cotidiana se compone de algunas personas vivas que comen a nuestro alrededor (Si se tiene la suerte de comer -ya sea por cuestiones de tiempo o por cuestiones de sustento- y si se tiene la suerte de comer con alguien –si es que se quiere eso) Vuelvo a la pregunta ¿cómo es que llegamos a tolerar la escena en la que almorzamos: algunas personas vivas, y toda la seguidilla de personas muertas, torturadas, violadas, robadas que hace desfilar el noticiero de una forma naturalizada?
Es decir, me baso en la molestia que siento al ver el amarillismo de los informativos, los ‘noticiosos’, como le decían en mi barrio. Esa forma de decir no deja de hacerme pensar en auspicioso…Pero son más bien llorosos…

Por otro lado, me queda flotando un dicho de un amigo que está en una situación complicada, que es la inminencia de la muerte de un ser querido, me dice: “no vamos a hacer velorio, no sirven para nada, es pura hipocresía”.

No puedo dejar de pensar que una situación está emparentada con la otra.

¿Dónde ha sido ubicada la muerte en esta época, que provoca el rechazo de su ritualización?

Es evidente que en los últimos años los medios que tenían la función de informar de una forma o de otra, por supuesto que siempre teñidos de alguna tendencia política, han ido virando hacia la mostración de lo espectacular, de la muerte como espectáculo. Bueno, se sabe, esto no es nada nuevo, pero podemos decir que antes era exclusividad de algunos canales, de algunos diarios, ahora todos se parecen. De la violación y asesinato de una niña de 6 años, a la imagen sin velos de un bebé medio enfermo para el que piden un órgano… a los muertos por un atentado en algún lugar difuso del enigmático medio oriente… de ahí saltan sin escalas a mostrar el último video hot de Nazarena Vélez. Sin escalas, directo ya ni diría ‘al amarillismo’, deberíamos llamarle ‘rojismo’. “Paredón, tinta roja en el gris del ayer”.
Precisamente hay un documental que se llama Tinta Roja, hecho en las redacciones del diario Crónica.
Ya no nos alcanza con las noticias de una economía que siempre da sorpresas. Hay sangre, mucha, en diversos envases; muerte, mucha, y de diversas formas; delitos, muchos y de diversas peligrosidades.
Les voy a leer a un sociólogo de los más conocidos, el francés Pierre Bourdieu, palabra mayor que da miedo tocarla, pero como dicen en el cartero de Neruda: “Las palabras son de quien las necesita, no de quien las escribe”.
Entonces, dice Bourdieu: “Una parte de la acción simbólica de la televisión, a nivel de los noticiarios, por ejemplo, consiste en llamar la atención sobre unos hechos que por su naturaleza pueden interesar a todo el mundo, de los que cabe decir que son para todos los gustos. Se trata de hechos que, evidentemente no deben escandalizar a nadie, en los que no se ventila nada, que no dividen, que crean consenso, que interesan a todo el mundo, pero que por su propia naturaleza no tocan nada importante”.[1]
Es decir, se trata de crónica de sucesos, no de información. Y esas cosas fútiles son importantes en la medida en que ocultan otras cosas.
Esto que estoy diciendo está en la calle, la gente lo dice todo el tiempo. Pero igual miramos la sucesión de crónicas de sucesos, y encima hablamos de eso.
No me van a decir que en el asado del domingo no se habla en algún momento de eso que los medios nos proponen, “imponen la agenda”, dirían los que saben de esto. Y todos dicen “ayyy, ¿viste qué barbaridad lo del secuestro?”, explayándose en sangrientas obscenidades que ya ha comunicado la tele sin ningún temblor.

Ustedes saben que mis lecturas son cruzadas y a veces descabelladas. Pero mientras pensaba este tema, me encontré con unas referencias, que ajustan lo atinado del título Tinta Roja, así como lo argumentan…
Resultan que los comienzos de la humanidad están fechados allí donde se comienza a ritualizar la muerte. Hay discusiones acerca de dónde situar este momento, pero dicen los que se dedican a la historia que es fechable en el momento del Naenderthal.
“La marcación con ocre rojo de los huesos de los muertos indica que el homínido reconocía que había muerto alguien de su especie. Traza escrita por alguien que comienza a adquirir el estatuto de hombre ejecutando honras fúnebres… Se aprecian huesos humanos marcados por ocre rojo. El ocre, sustancia obtenida de la tierra, era enrojecido por la exposición al fuego, avance que, a su vez, acababan de conquistar nuestros ancestros… Con la adquisición del uso del fuego, el homo erectus, cocía el ocre y lo tornaba rojo. Con este color, que podría considerarse la primera ‘tinta’, marcaba la naturaleza y dejaba sobre ella las trazas de lo no natural”.[2]
Es contemporánea la conquista del fuego, con la marcación humana de la muerte. El hombre se hace humano cuando puede pesquisar que su semejante puede morir, y esto se le vuelve una pregunta insoportable, por lo tanto debe ritualizar eso que no puede comprender.
La televisión provoca lo contrario a la ritualización. Es la muerte como una sucesión de imágenes que intentan impactar por su pregnancia, no lograr la reflexión para una elaboración. Lejos estamos del tanto Tinta Roja, cuando dice: “Yo no sé si fue el negro de mis penas o fue el rojo de tus venas mi sangría”. La frase toca ese fuego donde fue cocinado el rojo de los trazos iniciales. Lejos estamos de ese fuego que permita cocinar vida y muerte con un ritual posibilitador.
Lejos estamos, a menos que apaguemos la tele (al menos cuando nos ofrece el horror en bandeja) y nos acerquemos. A menos que recobremos ese fuego que nos templa la palabra y podamos otra vez mirarnos a los ojos y decir: “no estamos todavía petrificados”.

[1] Bourdieu, Pierre, Sobre la televisión, Ed. Anagrama, Colección Argumentos, Barcelona, 1997.
[2] Amigo, Silvia, Paradojas clínicas sobre la vida y la muerte, Ed. Homo Sapiens, Rosario, 2004.

Esa mirada, si no te mata, te fortalece.

Todos los que atravesamos instituciones, lugares de trabajo, de recreación, de producción sabemos que con las reglas no alcanza para regular las relaciones entre nosotros.
Cada uno tendrá ejemplos para pensar este hecho tan común donde las pasiones le ganan a las razones, a los acuerdos, a lo que sería coherente y sensato.
En el vivir cotidiano de las instituciones nos encontramos con sus diferentes matices, para no hablar de las relaciones informales, entre amigos, parientes, y hasta parejas... La envidia, los celos, el odio piden cancha y aparecen en el medio de la escena, irrumpiendo con toda obscenidad.
¿Alguno de ustedes no sintió que le estaban serruchando el piso alguna vez, sólo por la envidia de ese lugar que ocupaban? ¿O que la intriga estaba haciendo de su trabajo un imposible? ¿O que el rumor que los rodeaba estaba causado en los celos y el odio que producía su quehacer? O invirtamos la cuestión ¿no sintieron envidia del otro? Y celos? No observaron el derrumbe de una relación amistosa o amorosa cuando los celos tomaron el lugar central en ese lazo?

Esos lugares por los que pasamos, en los que trabajamos, donde pasamos nuestro tiempo, donde soñamos algunos deseos, trabajamos por algunos, rechazamos otros. También allí se despiertan las pasiones, sublimadas o no...
La envidia como sentimiento de ira que siente un sujeto cuando teme que otro posea algo deseable y goce de ello; y ese impulso envidioso que tiende a adueñarse de ese objeto o a deteriorarlo: es una escena conocida por todos.
Cuando la norma o la legalidad no alcanzan, las pasiones malditas toman el lugar central. Maldición, que viene de mal-dicción, en tanto decir mal al otro, mal decirlo (hablar mal, hablarle mal). Maldición que rebaja el lenguaje con el que estamos hechos y le y destruye al otro, por el solo hecho de que el este talla alguna diferencia[1].

“La Envidia... No conoce la risa, salvo la que despierta la vista del dolor, ni tampoco goza del sueño, siempre desvelada por su vigilante ansiedad, sino que ve con desagrado los éxitos de la gente y al verlos se aflige, y se corroe por dentro y corroe a los demás, y ese es su tormento...”
Ovidio, Metamorfosis.

La envidia es un sentimiento humano casi automático, sentimiento de un narcisismo que se siente desgajado, ajado, herido... que insiste permanentemente en la reivindicación de un lugar reparatorio. Podemos pensarlo como uno de los primeros movimientos subjetivantes, así como lo postuló Melanie Klein. Es aquella manifestación sintomática despertada por algún otro bastante cercano, de que a aquel que lo perturba, lo han dejado afuera, le han quitado un lugar que cree le pertenecía. O que su prójimo tiene un objeto que le da felicidad, ‘injustamente’ ubicado del otro lado del espejo.
El envidioso no se alegra por el bien ajeno, no soporta ningún movimiento diferenciante del semejante, goza de cualquier avatar de la vida que haga sufrir al prójimo, tan próximo a él que se confunde.

“La envidia –invidia- es un ver que hace daño, cargado de amargura.”[2]
Quiere decir, etimológicamente, mirar mal, o mirar con malos ojos. He allí la simpatía entre la envidia y el mal de ojo... superstición en el que todos creemos.
Desde las más remotas culturas se realizó un tratamiento sobre esto: desde el búho y la cabeza de medusa en los griegos, pasando por el gran falo escultórico en las puertas de las casas romanas, a la cura del ojeo de las abuelas y las cintitas rojas....
La envidia es la amargura por no tener lo que ese otro tan cercano, tiene, aquel otro con el que el envidioso se identifica: es objeto de odio, y también de amor, ya que quiere estar en su lugar, exactamente en ese lugar, y no en otro ‘similar’. Sustituirlo implica tener que destruirlo, deglutirlo, incorporarlo. Es el terreno de la diferencia el que intenta reducir al resultarle insoportable. No hay ‘soporte’ con el que pueda atajar la pregunta que el otro le propone con su hacer.

¿Qué hacer frente a esta pasión de la ignorancia de que la envidia es vectora? Ignorancia que es del propio deseo.
Fíjense esta frase de un autor: La mirada, cuando no mata, es la sede misma del deseo. (Pascale Hassoun-Lestienne)

Porque podemos decir: la envidia, esa de la que cualquier sujeto sufre, al que todo sujeto retorna, hace a la no accesibilidad del deseo, a que sus resortes queden oxidados. Salva al sujeto de que se ponga a fabricar esos objetos que tanto ‘ojea’ en el otro.
La envidia es un intento de retorno a lo inanimado, ese universo donde nada se mueve, nada fluye, circula, se transforma. Es el universo de la negación de la alteridad, donde ningún objeto debe ser perdido para poder desear. Figura de la infinitud donde nada vale la pena hacer para honrar la vida, donde solo la frustración de un objeto no poseído es lo que encausa a una pulsión de muerte, cruel por desanudada.

Entonces, frente a que todos padecemos, hemos padecido, padeceremos envidia, y que las instituciones son el lugar privilegiado para que circule locamente, ¿qué debemos hacer?
Nos debemos una reflexión ética sobre el asunto. Al menos empezar preguntando, esa molesta herramienta que detentamos los psicólogos. Esa molesta herramienta sostenida por el único deseo de hacer diferencia. Esa molesta herramienta que hace a la posibilidad del irreverente, molesto y rechazado deseo.

Se trata de la valentía de poder proponer a este recurso imaginario automático otro modo de responder ahí donde se pone a prueba lo simbólico, renovando la confianza en él.

Es decir, la envidia es importante en tanto nos permite preguntarnos qué queremos a cada uno de nosotros.

La envidia puede ser un primer paso hacia la vida. Pero ¿cuándo? Cuando renovamos en un pacto ético la confianza en la palabra pacificadora, el encuentro, la posibilidad de la construcción colectiva, y no de la destrucción celosa. Cuando generamos dispositivos de enunciación donde alguna metáfora que nos sostenga los sueños sea posible, y la palabra brille por la ausencia que la soporta.
Porque las instituciones y las relaciones se vuelven pobres si sólo las usamos para gozar de nuestras miserias. Pueden mucho más que eso, podemos en un compromiso ético de renovación parlante, hacer a la posibilidad de que una estética de la metáfora nos de las ‘formas’, para contenernos allí de otra manera.

[1] Los mitos nos muestran claramente la relación de la envidia con la avaricia, de la envidia con la calumnia, de la envidia con el veneno de la palabra mal pronunciada.
[2] Pascale Hassoun Lestienne, y otros, La envidia y el deseo, Idea Books, Barcelona, 2000, p. 10.

Andá a la esquina, a ver si...juegan

Dedicado a mis sobrinos: Tadeo,
Casiano, Juan y Carmelo, todos menores
de 10 años, que se encuentran
entramados en las vicisitudes de la tecnología.



Son dos fuentes de las que brotó esta reflexión:
Una es continua, reiterada. Y es escuchar a las madres que tienen niños menores de 10 años decirles ‘vayan un poco al patio, jueguen a la pelota, dejen la play’... tratando de sacarlos de la captura de una pantalla que se los traga, los inmoviliza, los magnetiza sin tregua.
Estamos hablando de los niños que pueden tener una play station en su casa, para pensar que hay un punto en el que también aquellos que tiene dinero para comprar cosas no están resguardados.
La otra fuente es puntual, lo que me hizo pensar sobre este muchacho que estuvo en las noticias en estos últimos días, que era un francotirador, sobre el que se discutía el hecho de ser inimputable o no. Para lo que fue internado en el Borda en pos de delinear un diagnóstico. Pero en el detalle que paré la oreja es en esto que decían con consistencia argumentativa: “Era adicto a los juegos de rol”. Como que este dato de esoterismo tecnológico explicaría su salida violenta.

Las dos fuentes rodean el tema de qué infancia se está gestando, si es que la hay, de qué subjetividades se cocinan cuando hay elementos tecnológicos que intervienen y hacen que la escena de la niñez sea diferente...
¿A qué atinamos frente a que vemos que la niñez se nos va de las manos? A comparar: “Niñez era la de antes”. Y creo también que el sentimiento más extendido es la perplejidad y de un inmediato un intento de explicación lúdica sentida como fallida de parte de los padres, los tíos, los abuelos. De lo que es jugar ‘realmente’, de lo que significa inventar un juego que surge de un fondo de aburrimiento (necesario para que el juego se produzca). De la espera, el aburrimiento, el aplazamiento de la ansiedad y su canalización, surgiría el juego.
Hay una película, otra vez de Tim Burton, que se llama Charlie y la Fábrica de Chocolate, donde presenta algo así como una tipología de la niñez contemporánea. Son cinco que se han ganado, comprando un chocolate con un boleto dorado, la posibilidad de conocer la fábrica de chocolate de Willie Wonka.
Hay uno de los niños que es el que nos interesa, lo precede un ruido infernal de ametralladoras, luego vemos que es él que está jugando a un juego en la pantalla, a un volumen impresionante. Su padres, descoloridos, lo miran a su lado, los periodistas lo enfocan. Él no deja de jugar, mientras habla y dice explicando cómo encontró el boleto:
“Rastree las fechas de manufactura, y compensé con el efecto del clima y de la derivada del índice de Nikkei. Un retrasado mental lo podía hacer”... A lo que su padre dice “La mayoría del tiempo no sé de qué está hablando. Y los niños actuales, con toda la tecnología... ”. “Muere, muere, muere”- grita el chico compenetrado en el juego (¿se lo dirá a su padre?) ... “Parece que dejan de ser niños pronto”- remata el progenitor. “Al final tuve que comprar un solo chocolate” “Y cómo te supo?” pregunta un periodista. “”No lo sé, odio el chocolate”.
El ejemplo muestra el gran desencuentro entre estas generaciones que juegan distinto. La bolita, la payana, la figurita, el yo-yo, son anécdotas entusiastamente repetidas por los padres, y olvidadas por los hijos, como una comida fast-food comida a mordiscones. Los chicos de hoy incorporan otras cosas. O mejor dicho, son incorporados por las fauces del juguete fast, que son tanto una pantalla como un juguete de plástico producido en cadena cuya pregnancia depende de una serie televisiva.
¿Hemos perdido la capacidad de jugar, tragados por esos juegos que no son juegos, desde el momento que ellos son los que nos comandan a nosotros, imponen nuestras rutinas, deciden nuestros tiempos, clausuran nuestra imaginación?
Y me incluyo, porque en los adultos también se ven cosas interesantes. En las grandes ciudades, o en esos lugares llamados countryes, que son como realidades artificiales, es donde estos fenómenos se extreman. Allí también se contratan animadores para las fiestas de los adultos...
Cuando ese objeto artesanal, que se convierte juguete por la imaginación infantil se torna objeto fetiche, es decir, cuando pasamos de aquello que tiene valor por el uso y la particularidad de una historia, a que el objeto sea valioso por lo que cuesta, sea valioso para tenerlo, la función del jugar como acto creador y posibilitador de la imaginación propia del mundo infantil se diluye.
Roland Barthes, semiólogo francés, en el 50 y pico, ya hablaba de este cambio en los juguetes contemporáneos, que se reconoce no sólo en las formas, sino en la sustancia en que está hecha, donde ha pasado de lo orgánico de la madera al plástico químico. Decía: “Ante este universo de objetos fieles y complicados, el niño se constituye apenas en propietario, en usuario, jamás en creador; no inventa el mundo, lo utiliza. Se le prepara gestos sin aventura, sin asombro y sin alegría. Se hace de él un pequeño propietario sin inquietudes, que ni siquiera tiene que inventar los resortes de la causalidad adulta; se los proporciona totalmente listos: solo tiene que servirse, jamás tiene que lograr algo. Cualquier juego de construcción, mientras no sea demasiado refinado, implica un aprendizaje del mundo diferente: el niño no crea objetos significativos, le importa poco que tengan un nombre adulto; no ejerce un uso, sino una demiurgia: crea formas que andan, que dan vueltas, crea una vida, no una propiedad. Los juguetes se conducen por sí mismos, ya no son una materia inerte y complicada en el hueco de la mano.” [1]
Porque antes lo que caracterizaba al juguete era su incompletud, el signo de su inacabamiento, y lo que producía su completamiento era la imaginación infantil.
¿Ustedes saben de dónde surge el juguete? Los primeros juguetes son producto de los restos que quedaban en los talleres artesanales, donde los oficios tenían su lugar. La madera, el hierro, las lanas y las telas. De lo que sobraba en los adultos los niños inventaban un mundo lúdico. Los juguetes de ahora también son el exceso de los adultos: son el efecto de una estrategia propagandística mundial, eficaz, homogeneizante. Se trata de otro exceso, que no es allí donde la mirada del adulto desaparece para que el niño pueda imaginar, sino donde está la mirada intrusiva de un adulto que pretende llevarse el botín imaginario de un niño que se pierde entre un mundo de objetos de plástico.
¿Qué hacemos? En verdad no tengo muchas respuestas. Creo que estamos frente a un acontecimiento que ‘nos está sucediendo’ y es muy difícil predecir sobre esto. La salida de la demonización no nos ayuda, tampoco plantear el tema con un tono apocalíptico. Estamos en un punto que no podemos predecir, pero si “decir”.
Decir ordena. Decir da elementos para que no quedemos comandados por el jueguete, y seamos nosotros los que dominemos el jugar, sea con el juguete que sea.
Dice Nietzsche: “La madurez del hombre es volver a encontrar la seriedad con la que jugaba cuando era niño”.
Niñez hay ahora como antes, aunque su forma de presentarse haya mutado, son las mismas preguntas que los atraviesan, con distintas palabras. Tienen los mismos miedos, aunque parezcan más resueltos, y necesitan la misma compañía de los adultos, aunque parezcan más independientes. y esperan el resguardo de sus palabras, para no perderse en este mar de ofertas, donde son ellos los pescados con el gran anzuelo de los objetos que brillan, y piden ‘más, quiero más’.
No podemos pre-decir, pero algo podemos decir. Procurar que en esta lógica del intercambio, una cosa por otra, podamos regalar. Que los adultos puedan donar palabras al niño, para que, en su adultez pueda decir “al don, al don, al don pirulero”... y cada cual, entre otros, atienda su juego. Si la mirada adulta es esa que sigue, apresada, la oferta del juguete completo, del juguete para guardar, del juguete para no jugar, entonces hará falta la VOZ adulta que retome ese dicho tan antiguo como la maña que lo produjo, que saque al niño de escena, que saque al niño de la pantalla, para que no sea ‘sólo eso’ la vivencia de su niñez, y diga: Andá a la esquina... a ver si juegan.

[1] Mitologías, México, Siglo XXI, 1980, pp 59-61.

Dime a quien abrazas y te diré cómo duermes

No es lo mismo lo imposible del amor que el amor imposible.
En ese terreno entre las imposibilidades y los amores es que aparece el malestar acerca de cómo dormimos, si dormimos, con quién dormimos. A quién abrazamos para dormir. Si es que el durmiente soporta el abrazo, o necesita la soledad. Es un tema para esos que cambian de estado civil y se encuentran con el síndrome de la cama vacía, que es bastante distinto al síndrome del nido vacío. Bueno, aunque algo se vacía: es un lugar, una función que hacía a la posibilidad del dormir.
¿Qué necesita cada uno para conciliar el sueño? ¿Una almohada, un osito, un osito más grande al que le pueda decir ‘padece un osito’? Parece que hace falta un ‘concilio’, todo un acuerdo, un arreglo. El poder acceder al sueño requiere de los ritos más extensos, más ridículos, más personales. Los sueños son ese estado supremo de distensión corporal, ha dicho Benjamín.. como el aburrimiento lo es del espíritu.

“Hoy está para dormir con piernas”, promete el dicho popular cuando las temperaturas son bajas.
Miren lo que dice un escritor oriental, Jun'ichirö Tanizaki -1886-1965: “Las piernas de mujer, si están bien cuidadas, son un arma mortal. La masculinidad entera ha sido rehén de un par de ellas. Espigadas o regordetas, depiladas o no, según los gustos culturales o el favoritismo individual, las piernas son homicidas”.
Dormir es una forma de la muerte, no? En la mitología griega encontramos dos hermanos: Hypnos (de la muerte temporal, es decir, el sueño), y Thanatos, del sueño continuo, es decir, la muerte) Ellos distribuyen la sombra y deciden su duración.
En los últimos tiempos aparece en primer plano la posibilidad de la medicación. Mucho se escucha sobre esto, también se escucha en el consultorio ‘aunque tomé la pastilla no me pude dormir igual’. Estas declaraciones revelan que no se trata de alisarnos, de armonizarnos, como promete una medicación cuyas bondades se publicita en todos los programas de la tarde, sino de reconocer que el insomnio es el grado máximo de lucidez del deseo. La consternación física de un deseo que pugna por encaminarse y queda entrampado en el laberinto de las noches. Ahí es donde uno está solo.

Unas piernas, otro cuerpo, un osito, la tele, un libro, la propia cama. Winnicott habla de objetos transicionales. Son esos objetos que nos representan, que son más que su materialidad. Que como su nombre lo dicen, permiten una transición, transitar. Es la almohada o el pedacito de tela o el oso sucio de un niño, sin lo cual no puede dormirse. Es algo de lo que alguien no puede pasar, un amuleto, es el ancla con el mundo de los objetos de un sujeto en desconcierto.
Su presencia le garantiza, en este caso el sueño. El sueño, que es la fotocopia del alma... en ese espacio que uno puede llamar la habitación, el nidito, nido vacío, nido lleno, nido de amor, es la evidencia material de un espacio, que es el espacio preconciente, y pertenece a lo que llamamos realidad onírica. Hay evidencia material de ese espacio, donde están esos objetos que a uno le sirven para dormir. Y son transicionales porque muestran ese camino, ese vaivén, esa oscilación propia del lugar. Es un lugar de mezcla y el sueño es la fotocopia del alma, porque ahí se realiza la mezcla, de las ideas inconscientes y de aquello que trata de darle formato a lo inabordable de nuestro ser.
¿Qué garantiza que nos despertemos de él, que salgamos de la alucinación que él implica? Las épocas se han encargado de encomendarle a un príncipe que bese a la princesa. Allí coincidirían con quién ella soñó y con quién dormirá... aunque nunca se sabe hasta cuando, y sus inconveniencias y desencuentros es de lo que estamos hablando.

Dicen que el amor se evidencia cuando alguien puede dormir con otra persona, compartir el lecho. Hay un cuento de Angeles Mastretta, que habla acerca de esto. La protagonista, por medio de unos indicios, se entera que el marido ha salido con otras mujeres, y mientras lo observa dormir, lo que le carcome el sueño es que haya podido dormir tan plácidamente con otra. Eso la lleva a emprender un viaje, con sus hermanas. El tema es que cuando vuelve, el marido le dice “Desde que te fuiste no he podido dormir bien”. A lo que ella piensa para sus adentros, bastante aliviada: “La vida siempre devuelve”.
Se trata de poder dormir cuando en la vigilia hemos hecho lo posible para ganarnos el sueño. Se duerme por contraste, cuando se está viviendo de alguna forma en que el deseo se esté jugando, y que no quede todo para ser consumido en el insomnio. Del finísimo y complejo trabajo del sueño es donde extraemos el material para nuestros proyectos, nuestra vida cotidiana, nuestros anhelos con otros.

Y en ese lazo tan lejano con el otro, el arroró mi niño, ese canto que algunos tuvieron la suerte de que los arruyara, es la bellísima voz preparatoria para acunar el deseo, para ligarnos a la vida tanto como al sueño. Para hacer que alguien nos despierte y nos desvele con el sueño del amor y sus imposibles. Como dice Charly: un amor real es como dormir y estar despierto...

El placer del texto

Se es virgen del horror como
se es virgen de la voluptuosidad
Cèline

Era la de Tim Burton, la última que estaban mirando. De una novia cadáver.
- ¿Con quién se va a quedar? –Preguntó él mirando al sesgo el flequillo que tenía sobre el hombro baleado.

- Con la muerta- había dicho la dormida, borracha.

- No sé nada de tus sueños- había dicho más tarde el del hombro herido y el corazón partido, con una noche insomne y sola de por medio.

Ella había soñado con un capullo que envolvía esponjosamente las piernas de una mujer dormida. Una sirena de tierra. El sueño había pasado del horror de un amenazante círculo familiar a la bella durmiente amenazada por un hombre. Algo le metía él por la boca. El color de la plástica que armaba el relato onírico también mutaba con el espesor del peligro: era un tono amarillo pálido. Los árboles del bosque adonde la habían arrastrado, negros, desnudos, de un invierno cruel.
De película de terror a cuento fantástico infantil, o mejor dicho, cómo resolver el terror de una forma soportable. Esa era la forma. Unas capas espumosas por sobre las piernas in-vestían la doncella.
La visión era plácida, preciosa, quieta, y el foco se afinaba sobre la boca. Ecos freudianos, al igual que el viejo sobre la boca de Irma. En un bosque donde él juntaba hongos con sus nietos. Esta vez lo blanquecino era la espuma que le rodeaba los labios, donde un hombre estaba por meter algo.
Espuma consecuencia del choque de la piel con un ácido muriático. “Murite”, dicen en el campo.
Erotismo áspero.
El ácido le disuelve la cara, ya no podrá preguntar “espejito, espejito…”
De tan fuerte, la mirada acéfala e inubicable que ‘mira’ el sueño, amplía la imagen y hace de la pantalla un bosque amplio con una pareja en el medio. Esa chica inerme a merced de una tortura.
Otra forma de decirle ‘quedate quietita’.

La novia cadáver.
Eso había sido.
La niña muerta.
La media-muerta.

Y los masajes en los pies, a la vez de empanadas, vinos, sillón.
El artificio hecho lycra que quitaban las manos aceitadas a la media-dormida, ‘desvelando’ unas uñas rojas por entre las cobijas.El chico intriga, que había tocado el punctum plantar… y preguntaba por los sueños de la que pedía disculpas por no saber cuánto le quedaba en renacer.