jueves, 23 de octubre de 2008

¿Es el vestido el lugar de un síntoma congelado?


¿Cómo es que no nos hemos ocupado de aquello que está más cerca de nuestra piel? Que si tambalea su estilo nos cambia el carácter, si falta también. Será posible que seamos tan necios y metafísicos, y no creamos que ese cuerpo extraño que nos regula los órganos es lo que amplia nuestro ser, nuestra capacidad de movimiento. Su uso inventa gestos de lo más lejanos y al mismo tiempo de lo más verdaderos y cercanos a nuestro poroso ser.
Me refiero a la vestimenta y sus alrededores.
El sentimiento de estar bien vestido proporciona una paz que ni la religión misma puede otorgar, dijo Spencer (que tiene nombre de abrigo corto)... Un vestido bien puesto aúna alma y exterioridad. Hace al estado de ánimo, dicen. Yo insistiría, da consistencia mediante la fibra a estados confusos de existencia.
Así es, aquí tenemos, el tema superficial que modula lo profundo del ser, ese que se derrite con un buen par de zapatos que nos guiña desde la vidriera, tan apetecible, tan único, tan para UNA. Es decir, es promesa de unidad, de lisura, de humanidad.
Las modas pasan, las temporadas salen a rebajas. Pero, ¿qué es lo que tienen en común esas “normas que demandan alta conformidad mientras existen por poco tiempo”? A cada una de nosotras buscando el tesoro textil que nos componga, que nos exprese, que nos represente aquel huérfano asterisco del alma que no encuentra su lenguaje.

3 comentarios:

lucesazul dijo...

pura verdad, casi religiosa. habrá un santo de la moda que nos abraza en un manto bien bordado y de seda natural?

Luisina dijo...

Si, es San Manolo Blahnik!

Mariela Torres dijo...

Spencer tiene razón, la ropa produce mayor bienestar que la religión.

¡Saludos, Luisina!